Abuelo, ¿por qué te llaman «Matarife»?

¿Cuál es la edad adecuada para empezar a mentirle a los nietos?

Foto: Suzy Hazelwood – Pexels

En toda vida, llega un momento en que los nietos (o los hijos, o los alumnos, o los padres, o los amigos, o los hermanos) descubren que la persona que tanto admiraban y consideraban casi un superhéroe no es sino un ser humano lleno de defectos y contradicciones.

El rango de decepciones puede variar desde descubrir que su abuelo es un malgeniado irracional que rompe un florero en un arranque de furia hasta encontrar que por todas partes están diciendo que es un despiadado asesino en serie.

Cada noticia que encontramos en un día común, en donde alguien es encontrado culpable de algún delito (del tamaño que sea) o meramente acusado, tiene siempre un drama detrás de alguien (posiblemente muy joven) que ha quedado completamente desolado al comprobar que toda la imagen que tenía de esa persona se derrumbó completamente.

No es difícil imaginar la escena de ese alguien viendo desde atrás de una cortina cómo se llevan a su ser querido con las manos atrás enganchadas en unos fierros (que no sé por qué terminaron llamándose «esposas»). En el último décimo de segundo, antes de entrar en el vehículo de las autoridades, el acusado mira atrás y se encuentra con la mirada llena de preguntas de su niña o los ojos interrogantes de su niño, en un momento de castigo infinito.

Pienso que no existe máxima pena ni cadena más perpetua que tener que llevarse esa mirada por el resto de la vida.

Foto: Kelly Lacys – Pexels

A partir de ese momento empieza el carrusel de explicaciones, justificaciones, aclaraciones, coartadas, atenuantes, distracciones, vencimientos y otras prestidigitaciones legales y mediáticas que pueden llegar a alterar los resultados de un caso e incluso lograr que exista la duda suficiente para que se declare al individuo en libertad.

Pero el salir «libre» no significa estar liberado de enfrentar nuevamente esa mirada y tener que mentir de aquí en adelante. Por el resto de la vida de ambos.

Algunas veces los individuos no permiten que esos momentos sucedan y toman decisiones drásticas, como el expresidente peruano Alan García, quien minutos antes de que golpearan a su puerta para arrestarlo por el «tema» Odebretch (¿Se acuerda alguien de Odebretch?) decidió que era mejor que lo llevaran al cementerio con un tiro en la cabeza.

Algunos dicen que fue una decisión digna y valiente, otros dicen que fue una forma burda y cínica de evadir cobardemente la justicia. Lo cierto es que sus seis hijos adultos tendrán que contestar en algún momento de la vida a sus descendientes la pregunta: «¿Por qué se mató el abuelo?»

Podrían decirle que era un procedimiento estándar y que todo expresidente peruano terminaba en la cárcel así que su abuelo quería ser original, o algo así.

Ningún aislamiento ni ningún acuerdo entre los adultos sobre lo que será «nuestra versión» de los hechos podrá componer la imagen del abuelo caída de un muro cual Humpty Dumpty.

All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again.

Los niños crecerán y las realidades se le aparecerán a diario. La foto del abuelo con un número de siete dígitos por delante será difundida en todos los medios y redes y, según el tamaño del crimen, la historia será acogida por una productora para hacer una serie.

Los de la segunda generación intentarán menguar el efecto devastador cambiándose el nombre, como Juan Sebastían Marroquín Santos, quien por más que lo intenta no ha podido dejar de ser «el hijo de» Pablo Escobar, mientras que otros tratarán de mantener y usar el apellido tratando de rescatar su credibilidad como Keiko Fujimori, aunque terminen siguiendo los pasos (literalmente) de su padre hasta la prisión.

Por eso mi preocupación no son «los hijos de», en especial los de aquellos acusados de crímenes de poder, ya que muchos de ellos fueron usufructuarios y hasta cómplices de todo lo que ocurrió dentro de esas cuatro palaciegas paredes en donde crecieron y hasta se enriquecieron.

En esos casos, su condena será eternamente la de ser señalados como «herederos» y nada de lo que logren en vida será suficiente para mitigar el estigma de que todo lo recibieron regalado. Especialmente si cada hectárea o cada activo de la familia tiene un origen, por decirlo suavemente, «oscuro».

Las peores víctimas serán aquellos de la tercera generación. Crecerán perseguidos por dos «historias» dependiendo de qué lado de la puerta de su casa estén.

Adentro, le repetirán que todo fue un montaje, una conspiración, una historia de «ciencia ficción», una gigantesca calumnia de los opositores, una persecución originada en la otra esquina extrema del espectro político o, simplemente, que todo fue una vulgar mentira.

Afuera, se encontrarán con los compañeros de colegio que les dirán otras cosas, con páginas enteras de la Wikipedia que documentarán el caso, con noticias, vídeos, grabaciones, columnas, pero sobre todo, con su propio razonamiento que empezará a atar cabos y a comprender que, a lo mejor, pertenecer a esta familia puede significar su futuro hundimiento personal.

Ahí sí, completamente inocentes, esos nietos y nietas cargarán con una cadena perpetua absolutamente injusta y desproporcionada.

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