Esperanza Rodríguez de Ramírez
Diciembre 15 de 1938
Octubre 30 de 2023
Quizás no existe palabra más hermosa en el diccionario. Quizás no existe un nombre mejor escogido para una mujer. Quienes lo eligieron el día de su bautizo sabían perfectamente que ese nombre sería llevado con la mayor dedicación y literalidad por esa niña que ese día recibía un chorrito de agua en su frente.
No la sostenía ese día su madre, María Luisa, pues ella misma le había cedido su vida y su legado al fallecer en el parto. No sabemos si la sostenía ese día su padre, Pedro Pablo, pues entendemos que nunca se hizo cargo de ella, por lo que creció en una familia inmensa de tías y tíos que ella siempre consideró sus hermanos y bajo el manto protector de la mamá Juana, mi bisabuela, a quien Esperanza, mi madre, cuidaría y le daría techo en su casa desde el primero hasta el último día de su vida.
Esa misión protectora y ese espíritu de responsabilidad, de hacerse cargo, de resolver y de no detenerse ante nada sería el que marcaría su vida desde siempre.
Ayer terminó su labor.
Cuando nos preguntaron para llenar los papeles de rigor: «¿Cuál era la profesión de Doña Esperanza?», Ricardo, mi hermano, y yo nos miramos durante una fracción de segundo y casi en coro contestamos: «Hogar». Era lo que ella misma contestaba siempre. Con un orgullo infinito y con la frente en alto. Su definición de vida fue ese siempre. La constructora de un hogar.
Quizás para los estándares de hoy en día en el que las mujeres quieren medirse por sus diplomas y sus logros en el plano laboral esa categoría no está tan bien catalogada. Mi madre pertenece a esa generación que no temía ponerle la preposición «de» al apellido del esposo y se lo llevaron hasta la tumba con orgullo. Esperanza «de Ramírez» nunca significó subvaloración o patriarcado o segundo plano. Significaba formar parte de un proyecto de vida conjunto en el que dos personas que se aman intensamente deciden alinear destinos y compartir… esperanzas, «hasta que la muerte los separe».
¡Y qué hogar que construyó Doña Esperanza!
Yo les pregunto a cada uno de ustedes, hombres y mujeres, de cualquier edad. Serían capaces de poner en su hoja de vida, en su «curriculum vitae» como lo llamábamos antes, mejor dicho, en su perfil de Linkedin, como se llama ahora, que su profesión es «¡Hogar!».
¡Les apuesto toda mi pensión a que no serían capaces de definirse «profesionalmente» como constructores de un hogar! En ninguna facultad o colegio se imparte esa carrera. No hay diplomas autenticados en notaría que respalden esa profesión. Siendo ésta la profesión más importante de la sociedad, no acumula semanas para la pensión, no recibe subsidios, no sirve para respaldar un crédito bancario, no enriquece nuestro «portafolio» de logros, no da puntos en el escalafón, ni siquiera sirve para acumular millas.
Habríamos podido contestar con muchas otras palabras la profesión de Doña Esperanza, todas ellas muy ciertas: emprendedora serial, comerciante, hotelera, voluntaria hospitalaria, cuidadora de personas de la tercera edad, finquera, transportadora de leche, promotora de artesanos, exportadora, trotamundos, relacionista pública, organizadora de eventos, maestra con el ejemplo…
Desde que tenía 16 años, comenzó a trabajar por lo que no terminó su bachillerato. Ella nos contaba que uno de sus primeros trabajos fue con don Luis M. Sarmiento, y muy pronto, por circunstancias de la vida terminó en un trabajo que aún hoy suena muy exótico: «perito de Tránsito». Sin saber manejar, sin tener todavía cédula, nos contaba que tenía que ayudar a resolver conflictos entre camioneros, taxistas y demás conductores en casos a veces muy graves, como cuando un tren arrolló a un vehículo.
Lamentablemente por esa época también ocurrió un evento que marcaría su vida. Recién inaugurada la autopista norte, en el llamado «primer puente» de la cien, con su hermana Josefina iban de pasajeras en un microbus que se accidentó terriblemente. Desde ese día, mi tía Josefina quedaría atrapada en una silla de ruedas y mi madre, aún sin cédula, asumiría el compromiso de cuidarla permanentemente.
Mientras la tía Josefina se mantenía en rehabilitación en el Hospital San Juan de Dios, Esperanza obtuvo un trabajo en Barrancabermeja en la empresa Madigan Hyland, encargada en parte de la construcción del Ferrocarril del Magdalena. El Río Magdalena era la «pista» natural de los hidroaviones de esa época y uno de los pilotos, el capitán Hugo Ramírez, tuvo la suerte de toparse con mi madre un día al regresar de uno de sus vuelos y, según lo cuenta él mismo, desde ese primer día le dijo a un colega: «allí está la mujer de mi vida». O algo así.
Desde entonces sus vidas corrieron con el mismo destino. Una de las condiciones de inicio del hogar, fue que estaría conformado por ellos dos más la abuela Juana y posteriormente más la tía Josefina.
La vida del aviador exige muchos sacrificios y el régimen de semanas afuera y días de descanso en casa determinan que la «gestión» del hogar recae plenamente en la mujer.
Desde muy temprano esa realidad significó asumir con la madurez de una joven de 20 años todo lo que significa una familia. Mientras organizaban su vivienda y mi padre iniciaba sus días en Avianca, (cuando esta empresa se escribía con mayúscula) se instalaron provisionalmente en casa de los suegros en La Mesa, Cundinamarca, y allí tuve el privilegio de unirme a la aventura familiar hace más de seis décadas.
La vida y los aviones nos llevaron a Villavicencio, luego a Barranquilla, en donde se sumó al equipo mi hermana Patricia.
La carrera de mi padre se mudó de las alas fijas a los rotores de los helicópteros y su escenario de trabajo pasó a ser las espesas selvas del Putumayo o el Amazonas peruano o los agrestes mares en las plataformas cercanas a Nicaragua.
Y el papel de la «esposa de piloto» frecuentemente significaba escuchar noticias muy aterradoras de casos en los que la selva devoraba literalmente una aeronave y la búsqueda de sus ocupantes se volvía imposible. Muchas veces tuvo que acompañar a amigas suyas en estas situaciones en las que todas las que asistían a la misa se preguntaban… «cuándo será nuestro turno».
Por fortuna, esto nunca ocurrió y finalmente nuestra vida transcurrió en Bogotá en el barrio Los Andes, a donde llegó Ricardo en 1966 y estuvimos hasta el retiro de mi padre por salud. Allí empezaron los emprendimientos familiares que se basaron inicialmente en una parcela en Cota a la que nos fuimos a vivir y ahora era Doña Esperanza la que nos traía al Colegio (Emmanuel d’Alzon) todos los días conduciendo su rudo jeep Gaz de origen ruso, junto con la producción diaria de leche que recibían los padres del Colegio.
Con la jubilación de mi padre llegaron otros retos, llámense nietos y un nuevo esquema familiar que los llevó a continuar su ruta en Estados Unidos con sus negocios de exportación de artesanías.
Viajeros incansables, recorrieron juntos mientras que la vida se los permitió y ambos no podían disfrutar más de elevarse del suelo.
El siglo XXI no permitió que mi padre continuara su aventura, pero dejó en todos nosotros la misión de continuarla.
Los últimos años fueron una lucha continua por no dejarse vencer por la traición de la memoria.
Quizás esto le ahorró todos los sinsabores que significaron estas dos décadas de personajes tan innombrables que por fortuna la memoria de mi madre aprendió a olvidar.
A lo mejor el juego cruel de apagar su memoria le permitió tener una última década de continua tranquilidad, Un presente eterno que le permitía seguir siendo amable, cuidadora de todos, encantadora y amorosa. Aunque fuera por momentos.
Su estirpe continúa y su legado será reverenciado por todos los que tuvimos la fortuna de ser el resultado de su profesión: «Hogar«.
Octubre 31 de 2023
Recuerdo su energía y su sonrisa amorosa. Un abrazo al cielo y a su familia
Poly
Simplemente hermoso! Gracias profe por compartirnos este escrito tan lleno de amor y cariño