Hoy 11 de diciembre se estrena CIEN AÑOS DE SOLEDAD, en Netflix.
Hace unas semanas puse este mensaje en mis redes
Varios «me gusta» y otros comentarios me hicieron comprender que mi inquietud era compartida por más de uno.
Y entonces me puse en la tarea de leer a Gabriel García Márquez, cincuenta años después de que me pusieran esa misma tarea en el colegio. Para hacerlo, tuve la suerte de encontrar el libro que usó mi hija Ana María, también en su colegio, hace más de quince años, y que conservamos en la biblioteca como un tesoro por varias razones. Primero, porque está lleno de notas manuscritas, resaltados y subrayados suyos y segundo, porque en las últimas páginas, originalmente en blanco, ella creó su propio árbol genealógico detallado y meticuloso de toda la familia Buendía. Hoy en día, basta con poner la pregunta en el buscador o hacérsela a la inteligencia artificial para que te devuelva cientos de versiones de dicha genealogía. Además la Wikipedia tiene un análisis detallado de cada personaje, resumen de cada capítulo y explicaciones y más explicaciones para que el lector «no se pierda».
Cuando lo fundamental de esta obra es dejarse llevar, en una palabra: «perderse».
Debo admitir que ese ejercicio de llevar la cuenta detallada de quién es quién, quién es la madre de quién, quién es la amante de quién, quién es legítimo, quién es adoptado, quién se llama Aureliano, José Arcadio o Amaranta, quién pertenece a cuál generación, en algún momento «me quedó grande». Recuerdo que en mi primera lectura decidí que no iba a hacerlo, por pereza propia juvenil y porque me encantaba toparme en cada página con los personajes como si acabaran de llegar a mi imaginario.
Esta misma «metodología» fue la que utilicé durante todos estos años en los que regresaba al libro, abría cualquier página y leía dos o tres párrafos, porque sí. Porque este libro es tan poderoso, que abrirlo en un día oscuro o luminoso, un miércoles o un domingo, sin haber desayunado o antes de dormir, es como si volvieras a vivir el placer de las palabras. No importa qué pasó antes o qué va a pasar después. Cada párrafo es una lección de escritura.
Lo invito a que vaya, agarre el libro y lo abra en cualquier página.
¡Vaya! Y cuando regrese me cuenta la experiencia.
Yo lo acabo de hacer. Al azar. Este fue el fragmento con el que me topé:
Una calurosa madrugada ambos despertaron alarmados por unos golpes apremiantes en la puerta de la calle. Era un anciano oscuro, con unos ojos grandes y verdes que le daban a su rostro una fosforescencia espectral, y con una cruz de ceniza en la frente. Las ropas en piltrafas, los zapatos rotos, la vieja mochila que llevaba en el hombro como único equipaje, le daban el aspecto de un pordiosero, pero su conducta tenía una dignidad que estaba en franca contradicción con su apariencia.
Bastaba con verlo una vez, aun en la penumbra de la sala, para darse cuenta de que la fuerza secreta que le permitía vivir no era el instinto de conservación, sino la costumbre del miedo. Era Aureliano Amador, el único sobreviviente de los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía, que iba buscando una tregua en su larga y azarosa existencia de fugitivo. Se identificó, y suplicó que le dieran refugio en aquella casa que en sus noches de paria había evocado como el último reducto de seguridad que le quedaba en la vida. Pero José Arcadio y Aureliano no lo recordaban. Creyendo que era un vagabundo, lo echaron a la calle a empellones. Ambos vieron entonces desde la puerta el final de un drama que había empezado desde antes de que José Arcadio tuviera uso de razón. Dos agentes de la policía que habían perseguido a Aureliano Amador durante años, que lo habían rastreado como perros por medio mundo, surgieron de entre los almendros de la acera opuesta y le hicieron dos tiros de máuser que le penetraron limpiamente por la cruz de ceniza.
Díganme si ésta no es toda una escuela de letras en media página. Cada frase penetra en mi cerebro (como las balas de la máuser) y me instala una imagen, una sensación, una pregunta y una envidia infinita. Cómo quisiera uno escribir así. Imagino una clase completa dedicada a analizar cada oración. Cada símbolo. Se pueden extraer puñados de pedazos inmensamente significativos: «calurosa madrugada», «anciano oscuro», «fosforescencia espectral», «cruz de ceniza en la frente», «dignidad … en franca contradicción con su apariencia», «fuerza secreta», «la costumbre del miedo», «diecisiete hijos», «larga y azaroza existencia de fugitivo», «sus noches de paria», «rastreado como perros por medio mundo», «los almendros de la acera opuesta», «dos tiros de máuser», «penetraron limpiamente por la cruz de ceniza».
Ahora imaginemos que somos los guionistas o los directores de la serie para televisión.
¿Cómo convertir estos dos párrafos en una escena que conserve y explique todo al televidente? Tendríamos que ponerle un narrador «en off», tendríamos que interrumpir cada segundo de acción con un «flash back» explicativo, cómo le pondríamos una cruz de ceniza en la frente al actor, cómo la haríamos visible, qué diálogo tendríamos que agregar para que el personaje se identificara y luego los otros lo ignoraran y lo echaran «a empellones» y salieran los policías y entonces suenan disparos y luego qué, en dónde y cómo cae, cómo hacen los efectos especiales para que los dos tiros penetren «limpiamente por la cruz de ceniza».
En cambio, como lectores, recibimos las frases y creamos nuestra propia película en donde cabe todo con un realismo impecable, fabricamos nuestro propio personaje, que no se parece a ningún actor conocido, le damos rostros (o no) a los policías, no tenemos ni idea de cómo es una máuser, pero se las ponemos en sus manos, una a cada uno y repetimos varias veces el momento de los dos tiros que penetran «limpiamente por la cruz de ceniza», desde múltiples ángulos, en cámara lenta, como nos dé la gana.
Y lo más impresionante es que sentimos el «tac, tacatac, tac, tacatac, clink» de una máquina de escribir que podría estar echando humo para seguir el ritmo de los dedos del escritor que seguramente se detiene un momento y vacila un poco antes de decidir la marca del arma y luego confirma que el ejercito colombiano sí usaba fusiles máuser en los años cincuenta durante la llamada época de la violencia.
Porque cada frase se siente como contada al oído por el narrador. Lo tienes aquí al lado, retándote a que lo cuestiones, a ver si te atreves a contradecir su precisión, su selección de palabras, su reescritura de las leyes de la física, de la quimica, de la historia, del humor. Incluso de la gramática y la puntuación. Te dejas presentar un personaje y te lo dejas quitar dos páginas después, te cuenta algo que ocurrió décadas atras para poner claridad sobre el presente de la escena con la mayor frescura y desfachatez que casi te sientes ofendido, pero lo absuelves en el siguiente párrafo.
Así que mi recomendación para todos los jovenes es clara:
¡No veas la serie, si antes no has leído el libro!
No pierdas la oportunidad de crear tu propio Macondo: de esculpir cada personaje con la libertad de tu imaginación, pero guiado por las palabras magistrales del autor; no te prohíbas el lujo de apropiarte del momento íntimo de complicidad con Gabriel García Márquez que significa cada párrafo, cada situación realmente mágica, cada Aureliano, cada José Arcadio, cada Amaranta y, sobre todo, no te impidas de crear la Úrsula que perdurará en tu memoria hasta el fin de tus días.
Todos tenemos la obligación, como colombianos y, pues, como habitantes de este planeta, de leer CIEN AÑOS DE SOLEDAD, sin ilustraciones, sin resúmenes, sin ayudas cibernéticas, sin que nadie te explique nada, sin que te impongan colores, texturas, olores, sabores, ruidos, «soundtracks», pero sobre todo, sin que el «casting» de los personajes no haya sido tu propia decisión.
Van otros pedazos agarrados al azar:
Aureliano -le dijo entonces Úrsula-, prométeme que si te encuentras por ahí con la mala hora, pensarás en tu madre.
Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
-Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
-Por qué ha de ser, compadre contestó el coronel Genireldo Márquez-: por el gran partido liberal.
-Dichoso tú que lo sabes contestó él-. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.
-Eso es malo -dijo el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendia le divirtió su alarma. «Naturalmente -dijo-. Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea.» Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:
-O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre.
Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura labor, adquirió compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestos donde se sentaría la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un jardín de rosas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir dos hornos, destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro dos veces más grande para que nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otro para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeño y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusto los pájaros sin rumbo. Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la fiebre alucinante de su esposo, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales, de obreros agobiados por el sudor, que le pedían a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesos humanos que los perseguía por todas partes can su sordo cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán, nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga.
Bueno, no queda otra que ver la serie, a ver cómo resuelven
que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Porque todo el imponente equipo de producción tampoco tendrá una segunda oportunidad.
Guillermo Ramírez – Diciembre 11 2024