Recuerdo que pisé por primera vez un colegio hace más de sesenta años y por una universidad hace medio siglo.
Empecemos por lo más simple: ir al colegio. En ese entonces caminábamos para ir al colegio.
Nuestros padres nos llevaban todos los días o nos íbamos en grupo. Al mediodía almorzábamos en casa y regresábamos a la jornada de la tarde. El colegio formaba parte de la comunidad del barrio. Muchos de los eventos del barrio se hacían en las instalaciones del colegio. Era la única construcción vecina con auditorio, iglesia y campo deportivo que podía utilizarse para cualquier evento comunitario.
Retrocediendo en el tiempo, recuerdo que la caminata al colegio siempre fue agradable y divertida y debo admitir que mi colegio (Emmanuel d’Alzón) no cayó en la tentación de vender sus terrenos y emigrar mas “al norte” y sigue siendo un centro importante de la comunidad.
Obviamente todas las fincas y potreros que lo rodeaban se convirtieron en edificios, pero aún conserva su lugar de honor en el barrio.
Eran los tiempos de las tres T de la educación: tablero – tiza y tabaco. Recuerdo que casi todos los profesores (curas y no curas) fumaban como chimeneas. En clase, por supuesto.
Uno de nuestros profesores de álgebra decía como chiste: “La ecuación de segundo grado: esa te la explico en… medio cigarrillo” Y lo encendía sin problema. No faltaba el “sapo” de primera fila que le extendía el encendedor.
Hoy en día habrían sido “tutelados” por atentar contra la salud de los niños. Pero lo cierto es que entre polvo de tiza y humo de cigarrillo pasamos doce años inolvidables y creo que a ninguno le quedaron secuelas pulmonares. Todo giraba alrededor del maestro naturalmente.
Nuestro trabajo consistía en registrar en nuestro cuaderno lo que ocurría en el tablero y luego memorizarlo para el examen bimestral o final. Las calificaciones eran de cero a cinco y se aprobaba con tres y el principal oficio de los profesores era “entregar” información que nosotros les “devolvíamos” en los exámenes. Para esto utilizaban todos los recursos disponibles en el momento… el tablero.
Algunos pasaban las horas de clase transcribiendo párrafos completos en él para que los estudiantes los copiáramos juiciosamente. Otros, como el profe de geometría, eran unos artistas utilizando el gigantesco compás de tablero y escuadras y reglas igualmente enormes.
Tenían tizas de todos los colores y al final de la clase realmente daba lástima tener que borrar su arte efímero para dar paso a la siguiente clase.
Los profesores de geografía e historia contaban con enormes mapas y láminas que transportaban desplegados desde la biblioteca hasta el salón de clase como una procesión religiosa.
Nunca entendí por qué no enrollaban los mapas para transportarlos, especialmente el profesor de geografía que no medía más de metro y medio y que hacía parecer que los mapas caminaran solos por todo el colegio.
Los de ciencias nos hacían llevar sapos que nunca terminaban bien, obviamente.
También llegaban a la clase acompañados de un esqueleto, al que no era raro encontrar con una colilla de cigarrillo entre los dientes, o un señor con media cara normal y media cara cercenada y una señora tamaño natural que se podía desarmar para mostrar su embarazo.
Un mini museo de historia natural contaba con animales disecados y órganos de animales y humanos en grandes frascos que causaban todo tipo de reacciones entre nosotros.
La investigación se limitaba a lo que podíamos encontrar en las enciclopedias que les habían vendido a nuestros padres en la última feria del libro o que habían comprado por fascículos y cuyos tomos hoy en día todavía se encuentran en sus bibliotecas.
Cada uno de nosotros contaba con una máquina de escribir portátil y los ejercicios de mecanografía que tanto odiamos entonces, hoy los estamos agradeciendo ya que tenemos que estar frente a un teclado todo el día. Líneas enteras de “tur tur tur tur” sin posibilidad de borrar o “deshacer” el error nos dieron una habilidad que sólo se compara con la que tienen actualmente los adolescentes con sus pulgares en los teléfonos celulares.
La reproducción de la información se hacía a través del mimeógrafo y sus “esténciles”. (La fotocopia vino mucho después). Los profesores utilizaban la máquina de escribir para perforar los esténciles con los textos de los exámenes y los llevaban con el mayor sigilo a la sala del mimeógrafo.
Ellos mismos entintaban el aparato, colocaban el “esténcil” y a vuelta de manivela sacaban las terribles copias en papel periódico y tinta morada que nos repartían antes de iniciar el examen. Algunos se esmeraban en hacer dibujos en los esténciles y para eso contaban con juegos de plumas especiales y plantillas de sombreados y dibujos prefabricados.
Las clases de sociales o literatura consistían generalmente en leer y contar historias. Los profesores se esforzaban enormemente por animar sus narraciones o lecturas y nosotros nos esforzábamos enormemente por mantenernos despiertos.
A nuestro anciano profesor de historia le creíamos todo lo que nos contaba del imperio romano pues nos parecía que él “había estado allí”.
Lo cierto era que algunos de ellos realmente sí habían estado allí en la Europa de la posguerra o en la guerra civil española o en la dictadura de Pinochet. Su experiencia era de primera mano en algunos casos y hoy es lamentable que de sus cuentos no haya quedado ningún registro escrito.
Pero las mejores experiencias eran las excursiones. Cada cierto tiempo nos llevaban a los museos y al planetario con el fin de que viéramos el mundo de cerca. El resto del tiempo vivíamos encerrados en nuestro colegio y la misión de los profesores consistía en traer el mundo al aula de clase con los recursos del momento.
Adelantamos rápidamente la película al siglo XXI, o como dirían nuestros hijos “fast forward” al día de hoy. Bienvenidos al mundo de la tecnología en el que las herramientas y los recursos son prácticamente ilimitados para los estudiantes y los profesores.
En un futuro muy cercano (la próxima semana, más o menos) los maestros no estaremos de pie frente a un tablero sino casi todo el tiempo revisando una pantalla.
Un algoritmo nos estará informando cuales estudiantes están en riesgo de no pasar un examen, qué tipo de ejercicios necesitan y qué temas se deben reforzar. Al mismo tiempo, en casa o en el mismo salón de clase, los estudiantes estarán interactuando con un tutor virtual que ha ido adaptando los temas al ritmo de cada uno, les ha sugerido lecturas que se ajustan a sus gustos y les ha calificado sus resultados en segundos.
Podríamos decir que ya nos llegó la educación algorítmica, impulsada por la inteligencia artificial (la máquina).
Por supuesto que tiene ventajas irrefutables. La máquina ofrece la posibilidad de un proceso educativo personalizado y muy eficiente que puede identificar las debilidades de un estudiante antes que el mismo maestro. Una gran solución a los sobrecargados sistemas educativos y para los padres preocupados por el éxito académico, claro que sí.
Una tutora infinitamente paciente, gentil, bien hablada, incansable, ultra ingeniosa, que lo sabe todo, que si no lo sabe, se lo inventa (¿alucinaciones?) y lo expresa con una seguridad inigualable, que se adapta a mi ritmo, que no tiene problema en repetirme la explicación con otro tono o con otra intensidad, que me retroalimenta inmediatamente sobre mis flaquezas, que lleva un registro detallado de lo que he conseguido en cada minuto de mi recorrido académico, que… ¡¡Auxilio!!
Y aquí cabe una pequeña cuña de mi tecnología ancestral favorita: el libro.
Sin notificaciones y algoritmos, la lectura profunda exige una inmersión sostenida y una concentración que las pantallas rara vez permiten.
La lectura en papel fortalece la atención, la memoria y la capacidad de análisis. Más importante aún, la literatura nos expone a la complejidad de la experiencia humana, un antídoto invaluable contra la visión simplificada y utilitaria que la máquina nos quiere imponer.
